jueves, 13 de diciembre de 2012

LOS 3 CHANCHITOS

En un ancho valle vivían tres pequeños cerditos, muy diferentes entre sí, aunque los dos más pequeños se pasaban el día tocando el violín y la flauta. El hermano mayor, por el contrario, era más serio y trabajador.

Un día el hermano mayor del dijo: - Estoy muy preocupado por vosotros, porque no hacéis más que jugar y cantar y no tenéis en cuenta que pronto llegará el invierno. ¿Que haréis cuando lleguen las nieves y el frío? Tendríais que construiros una casa para vivir.

Los pequeños agradecieron el consejo del mayor y se pusieron a construir una casa. El más pequeño de los tres, que era el más juguetón, no tenía muchas ganas de trabajar y se hizo una casa de cañas con el techo de paja. El otro cerdito juguetón trabajó un poco más y la construyó con maderas y clavos. El mayor se hizo una bonita casa con ladrillos y cemento.

Pasó por aquel valle el lobo feroz, que era un animal malo. Al ver al más pequeño de los tres cerditos, decidió capturarlo y comenzó a perseguirle. El juguetón y rosado cerdito se refugió en su casa temblando de miedo. El lobo, al ver la casa de cañas y paja, comenzó a reírse.

- ¡Ja, ja! Esto no podrá impedir que te agarre -gritaba el lobo mientras llenaba sus pulmones de aire.

El lobo comenzó a soplar con tanta fuerza que las cañas y la paja salieron por los aires. Al ver esto, el pequeño corrió hasta la casa de su hermano, el violinista. Como era una casa de madera, se sentían seguros creyendo que el lobo no podría hacer nada contra ellos.

- ¡Ja, ja! Esto tampoco podrá impedir que os agarre, pequeños -volvió a gritar el malvado lobo.

De nuevo llenó sus pulmones de aire y resopló con todas sus fuerzas. Todas las maderas salieron por los aires, mientras los dos cerditos huyeron muy deprisa a casa de su hermano mayor.

- No os preocupéis, aquí estais seguros. Esta casa es fuerte, He trabajado mucho en ella -afirmó el mayor.

El lobo se colocó ante la casa y llenó, una vez más, sus pulmones. Sopló y resopló, pero la casa ni se movió. Volvió a hinchar sus pulmones hasta estar muy colorado y luego resopló con todas sus fuerzas, pero no logró mover ni un solo ladrillo.

Desde dentro de la casa se podía escuchar cómo cantaban los cerditos:

- ¿Quién teme al lobo feroz, al lobo, al lobo? ¿Quién teme al lobo feroz?

Esta canción enfureció muchísimo al lobo, que volvió a llenar sus pulmones y sus carrillos de aire y a soplar hasta quedar extenuado. Los cerditos reían dentro de la casa, tanto que el lobo se puso muy rojo de enfadado que estaba.

Fue entonces cuando, al malvado animal, se le ocurrió una idea: entraría por el único agujero de la casa que no estaba cerrado, por la chimenea. Cuando subía por el tejado los dos pequeños tenían mucho miedo, pero el hermano mayor les dijo que no se preocuparan, que darían una gran lección al lobo. Pusieron mucha leña en la chimenea y le prendieron fuego. Así consigueron que el lobo huyera. Los cerditos aprendieron después de esta aventura que:

ES IMPORTANTE HACER EL TRABAJO CON AFICION, SI DESEAS SALIR DE UNA DIFICIL SITUACION.

jueves, 8 de noviembre de 2012

La cigarra y la hormiga

La cigarra y la hormiga



La cigarra era feliz disfrutando del verano: El sol brillaba, las flores desprendían su aroma...y la cigarra cantaba y cantaba. Mientras tanto su amiga y vecina, una pequeña hormiga, pasaba el día entero trabajando, recogiendo alimentos.
- ¡Amiga hormiga! ¿No te cansas de tanto trabajar? Descansa un rato conmigo mientras canto algo para ti. – Le decía la cigarra a la hormiga.
- Mejor harías en recoger provisiones para el invierno y dejarte de tanta holgazanería – le respondía la hormiga, mientras transportaba el grano, atareada.
La cigarra se reía y seguía cantando sin hacer caso a su amiga.
Hasta que un día, al despertarse, sintió el frío intenso del invierno. Los árboles se habían quedado sin hojas y del cielo caían copos de nieve, mientras la cigarra vagaba por campo, helada y hambrienta. Vio a lo lejos la casa de su vecina la hormiga, y se acercó a pedirle ayuda.
- Amiga hormiga, tengo frío y hambre, ¿no me darías algo de comer? Tú tienes mucha comida y una casa caliente, mientras que yo no tengo nada.
La hormiga entreabrió la puerta de su casa y le dijo a la cigarra.
- Dime amiga cigarra, ¿qué hacías tú mientras yo madrugaba para trabajar? ¿Qué hacías mientras yo cargaba con granos de trigo de acá para allá?
- Cantaba y cantaba bajo el sol- contestó la cigarra.
- ¿Eso hacías? Pues si cantabas en el verano, ahora baila durante el invierno-
Y le cerró la puerta, dejando fuera a la cigarra, que había aprendido la lección.
Si conoces alguna otra fábula para niños y quieres compartirla con nosotros y los demás padres, estaremos encantados de recibirla.

martes, 6 de noviembre de 2012

Santiago El Volador


SANTIAGO EL VOLADOR


Difícilmente se encontrará limeño que, en su infancia por lo menos, no haya concurrido a funciones de títeres. Fue una española, doña Leonor de Goromar, la primera que en 1693 solicitó y obtuvo licencia del virrey conde de la Monclova para establecer un espectáculo que ha sido y será la delicia infantil, y que ha inmortalizado los nombres de ño Panchón, ño Manuelito y ño Valdivieso, el más eximio titiritero de nuestros días.
Futre los muñecos de títeres, los que de más popularidad disfrutan son ño Silverio, ña Gerundia González, Chocolatito, Mochuelo, Piticalzón, Perote y Santiago Volador. Los primeros son tipos caprichosos; pero lo que es el último fue individuo tan de carne y hueso como los que hoy comemos pan. Y no fue tampoco un quídam, sino un hombre de ingenio, y la prueba está en que escribió un originalísimo libro que inédito se encuentra en la Biblioteca Nacional y del que poseo una copia.
Este manuscrito, en el que la tinta con el transcurso de los años ha tomado color entre blanco y rubio, debió haber pasado por muchas aduanas y corrido recios temporales antes de llegar a ser numerado en la sección de manuscritos; pues no sólo carece de sus últimas páginas, sino lo que es verdaderamente de sentir, que algún travieso le arrancó varias de las láminas dibujadas a la pluma, y que según colijo por la lectura del texto, debieron ser quince.
Titúlase la obra Nuevo sistema de navegación por los aires, por Santiago de Cárdenas, natural de Lima en el Perú5.
Por el estilo se ve que en materia de letras era el autor hombre muy a la pata la llana, circunstancia que él confiesa con ingenuidad. Hijo de padres pobrísimos, aprendió a leer no muy de corrido, y a escribir signos, que así son letras como garabatos para apurar la paciencia de un paleógrafo.
En 1736 contaba Santiago de Cárdenas diez años de edad, y embarcose en calidad de grumete o pilotín en un navío mercante que hacía la carrera ente el Callao y Valparaíso.
El vuelo de una ave, que él llama tijereta, despertó en Santiago la idea de que el hombre podía también enseñorearse del espacio, ayudado por un aparato que reuniese las condiciones que en su libro designa. Precisamente muchas de las más admirables invenciones y descubrimientos humanos débense a causas triviales, si no a la casualidad. La oscilación de una lámpara trajo a Galileo la idea del péndulo; la caída de una manzana sugirió a Newton su teoría de la atracción; la vibración de la voz en el fondo de un sombrero de copa, inspiró a Edison el fonógrafo; sin los estremecimientos de una rana moribunda, Galvani no habría apreciado el poder de la electricidad, inventando el telégrafo; y por fin, sin una hoja de papel arrojada casualmente en la chimenea y ascendente aquella por el humo y el calórico, no habría Montgolfier inventado en 1783 el globo aerostático. ¿Por qué, pues, Santiago en el vuelo del pájaro tijereta no había de encontrar la causa primaria de una maravilla que inmortalizase su nombre?
Diez años pasó navegando, y su preocupación constante era estudiar el vuelo de las aves. Al fin, y por consecuencia del cataclismo de 1746, en que se fue a pique la nave en que él servía, tuvo que establecerse en Lima, donde se ocupó en oficios mecánicos, en lo que según él mismo cuenta era muy hábil; pues llegó a hacer de una pieza guantes, bonetes de clérigo y escarpines de vicuña, con la circunstancia de que el paño más fino no alcanza a la delicadeza de mis obras, que en varias artes entro y salgo con la misma destreza que si las hubiera aprendido por reglas; pero desgraciadamente las medras las he gastado sin medrar.
Siempre que Santiago lograba ver juntos algunos reales, desaparecía de Lima e iba a vivir en los cerros de Amancaes, San Jerónimo o San Cristóbal, que están a pocas millas de la ciudad. Allí se ocupaba en contemplar el vuelo de los pájaros, cazarlos y estudiar su organismo. Sobre este particular hay en su libro muy curiosas observaciones.
Después de doce años de andar subiendo y bajando cerros y de perseguir a los cóndores y a todo bicho volátil, sin exclusión ni de las moscas, creyó Santiago haber alcanzado al término de sus fatigas, y gritó ¡Eureka!
En noviembre de 1761 presentó un memorial al excelentísimo señor virrey don Manuel de Amat y Juniet, en el que decía que por medio de un aparato o máquina que había inventado, pero para cuya construcción le faltaban recursos pecuniarios, era el volar cosa más fácil que sorberse un huevo fresco y de menos peligro que el persignarse. Otrosí, impetraba del virrey una audiencia para explayarle su teoría.
Probable es que su excelencia se prestara a oírlo, y que se quedara después de las explicaciones tan a obscuras como antes. Lo que sí aparece del libro, es que Amat puso la solicitud en conocimiento de la Real Audiencia, según lo comprueba este decreto:
Lima y noviembre 6 de 1761.- Remítase al doctor don Cosme Bueno, catedrático de Prima de Matemáticas, para que oyendo al suplicante le suministre el auxilio correspondiente.- Tres firmas y una rúbrica.
Mientras don Cosme Bueno, el hombre de más ciencia que por entonces poseía el Perú, formulaba su informe, era este asunto el tema obligado de las tertulias, y en la mañana del 22 de noviembre un ocioso o mal intencionado esparció la voz de que a las cuatro de la tarde iba Cárdenas a volar, por vía de ensayo, desde el cerro de San Cristóbal a la plaza Mayor.
Oigamos al mismo Santiago relatar las consecuencias del embuste: «En el genio del país, tan novelero y ciego de ver cosas prodigiosas, no quedó noble ni plebeyo que no se aproximase al cerro u ocupase los balcones, azoteas de las casas y torres de las iglesias. Cuando se desengañaron de que no había ofrecido a nadie volar, en semejante oportunidad desencadenó Dios su ira y el pueblo me rodeó en el atrio de la catedral diciéndome: "o vuelas o te matamos a pedradas". Advertido de lo que ocurría, el señor virrey mandó una escolta de tropa que me defendiese, y rodeado de ella fui conducido a palacio, libertándome así de los agravios de la muchedumbre».
Desde este día nuestro hombre se hizo de moda. Todos olvidaron que se llamaba Santiago de Cárdenas para decirle Santiago Volador, apodo que el infeliz soportaba resignado, pues de incomodarse habría habido compromiso para sus costillas.
Hasta el Santo Oficio de la Inquisición tuvo que tomar cartas en protección de Santiago, prohibiendo por un edicto que se cantase la Pava, cancioncilla indecente de la plebe, en la cual Cárdenas servía de pretexto para herir la honra del prójimo.
Excuso copiar las cuatro estrofas de la Pava que hasta mí han llegado, porque contienen palabras y conceptos extremadamente obscenos. Para muestra basta un botón.


«Cuando voló una marquesa
un fraile también voló,
pues recibieron lecciones
de Santiago Volador.
¡Miren qué pava para el marqués!
¡Miren qué pava para los tres!».

Al fin, don Cosme Bueno expidió su informe con el título Disertación sobre el arte de volar. Dividiolo en dos partes. En la primera apoya la posibilidad de volar; pero en la segunda destruye ésta con serios argumentos. La disertación del doctor Bueno corre impresa, y honra la erudición y talento del informante.
Sin embargo de serle desfavorable el informe, Santiago de Cárdenas no se dio por vencido: «Dejé pasar un año -dice- y presenté mi segundo memorial. Las novedades de la guerra con el inglés y las nuevas que de Buenos Aires llegaban me parecieron oportunidad para ver realizado mi proyecto».
Algunos comerciantes, acaso por burlarse del volador, le ofrecieron la suma necesaria para que construyese el aparato, siempre que el gobierno lo autorizase para volar. Santiago se comprometía a servir de correo entre Lima y Buenos Aires, y aun si era preciso iría hasta Madrid, viaje que él calculaba hacer en tres jornadas, en este orden: «un día para volar, de Lima a Portobelo, otro día de Portobelo a la Habana, y el tercero de la Habana a Madrid». Añade: «todavía es mucho tiempo, pues si alcanzo a volar como el cóndor (ochenta leguas por hora) me bastará menos de un día para ir a Europa».
«Este memorial -dice Cárdenas- no causó en Lima la admiración y alboroto del primero, y confieso que, con la sagacidad de que me dotó el cielo, había ya conseguido partidarios para mi proyecto». Aquí es del caso decir con el refrán: un loco hace ciento.
En cuanto al virrey Amat, con fecha 6 de febrero de 1763 puso a la solicitud el siguiente decreto: No ha lugar.
Otro menos perseverante que Santiago habría abandonado el proyecto; pero mi paisano, que aspiraba a ser émulo de Colón en la constancia, se puso entonces a escribir un libro con el propósito de remitirlo al rey con un memorial, cuyo tenor copia en el proemio de su abultado manuscrito.
Parece también que el duque de San Carlos se había constituido protector del Ícaro limeño, y ofrecídole solemnemente hacer llegar el libro a manos del monarca; pero en 1766, cuando Cárdenas terminó de escribir, el duque se había ausentado del Perú.
Pocos meses después, el espíritu de Santiago Cárdenas emprendía el vuelo al mundo donde cuerdos y locos son medidos por un rasero.
El autor de un curioso manuscrito titulado Viaje al globo de la luna, libro que existe en la Biblioteca de Lima y que dobló escribirse por los años de 1790, dice, hablando de Santiago de Cárdenas: «Este buen hombre, que era en efecto de fina habilidad para trabajos mecánicos, estaba a punto de perder el seso con su teoría de volar, y hablaba desde luego aun mejor que lo hiciera. Él se había hecho retratar a la puerta de su tienda, en la calle pública, vestido de plumas y con alas extendidas en acción de volar, ilustrando su pintura con dísticos latinos y castellanos, alusivos a su ingenio y al arte de volar, que blasonaba poseer. Recuerdo esta inscripción: ingenio posem superas volitare per arces me nisi paupertas in vida deprimeret. Acechaba con el mayor estudio el vuelo de las aves, discurría sobre la gravedad y leyes de sus movimientos, en muchos casos con acertado criterio. Una tarde se alborotó el vulgo de la ciudad por el rumor vago que corrió de que el tal hombre se arrojaba volar por lo más encumbrado del cerro de San Cristóbal. Y sucedió que el tal Volador (que ignorante del rumor salía descuidado de su casa) hubo menester refugiarse en el sagrado de una iglesia para libertarse de una feroz tropa de muchachos que lo seguían con gran algazara. Cierto chusco mantuvo en expectación al pueblo diseminado por las faldas del monte y riberas del Rímac; porque trepando al cerro en una mula que cubría con su capa y extendidos sus vuelos con ambos brazos, daba a la curiosidad popular una adelantada idea de un volapié, como lo hacen los grandes pájaros para desprenderse del suelo. Así gritaba la chusma: «¡Ya vuela! ¡Ya vuela! ¡Ya vuela!».
También Mendiburu en su Diccionario Histórico consagra un artículo a don José Hurtado y Villafuerte, hacendado en Arequipa, quien por los años de 1510 domesticó un cóndor, el cual se remontó hasta la cumbre del más alto cerro de Uchumayo, llevando encima un muchacho, y descendió después con su jinete. Hurtado y Villafuerte, en una carta que publicó por entonces en la Minerva Peruana, periódico de Lima, cree en la posibilidad de viajar sirviendo de cabalgadura un cóndor, y calcula que siete horas bastarían para ir de Arequipa a Cádiz.
La obra de Cárdenas es incuestionablemente ingeniosa, y contiene observaciones que sorprenden, por ser fruto espontáneo de una inteligencia sin cultivo. Pocos términos científicos emplea; pero el hombre se hace entender.
Después de desarrollar largamente su teoría, se encarga de responder a treinta objeciones; y tiene el candor de tomar por lo serio y dar respuesta a muchas que le fueron hechas con reconocida intención de burla.
Yo no atinaré a dar una opinión sobre si la navegación aérea es paradoja que sólo tiene cabida en cerebros que están fuera de su caja, o si es hacedero que el hombre domine el espacio cruzado por las aves. Pero lo que sí creo con toda sinceridad, es que Santiago de Cárdenas no fue un charlatán embaucador, sino un hombre convencido y de grandísimo ingenio.
Si Santiago de Cárdenas fue un loco, preciso es convenir en que su locura ha sido contagiosa. Hoy mismo, más de un siglo después de su muerte, existe en Lima quien desde hace veinte años persigue la idea de entrar en competencia con las águilas. Don Pedro Ruiz es de aquellos seres que tienen la fe de que habló Cristo y que hace mover los montes.
Una observación: don Pedro Ruiz no ha podido conocer el manuscrito de que me he ocupado, y ¡particular coincidencia!, su punto de partida y las condiciones de su aparato son, en buen análisis, los mismos que imaginó el infeliz protegido del duque de San Carlos.
Concluyamos. Santiago de Cárdenas aspiró a inmortalizarse, realizando acaso el más portentoso de los descubrimientos, y ¡miseria humana!, su nombre vive sólo en los fastos titiritescos de Lima.
Hasta después de muerto lo persigue la rechifla popular.
El destino tiene ironías atroces.

martes, 30 de octubre de 2012

El gigante egoista

El gigante egoísta

Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.
-¡Qué felices somos aquí! -se decían unos a otros.
Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.
-¿Qué hacen aquí? -surgió con su voz retumbante.
Los niños escaparon corriendo en desbandada.
-Este jardín es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.
Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:
ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA
BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES
Era un Gigante egoísta...
Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.
-¡Qué dichosos éramos allí! -se decían unos a otros.
Cuando la Primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el Invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.
Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha.
-La Primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.
La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.
-¡Qué lugar más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.
Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.
-No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí -decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco-, espero que pronto cambie el tiempo.
Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.
-Es un gigante demasiado egoísta -decían los frutales.
De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.
Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.
-¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la Primavera -dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana.
¿Y qué es lo que vio?
Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.
-¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.
El Gigante sintió que el corazón se le derretía.
-¡Cuán egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.
Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.
Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera regresó al jardín.
-Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.
Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.
Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.
-Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?
El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.
-No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.
-Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.
-¡Cómo me gustaría volverlo a ver! -repetía.
Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
-Tengo muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las flores más hermosas de todas.
Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando.
Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…
Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.
Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:
-¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?
Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.
-¿Pero, quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.
-¡No! -respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor.
-¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? -preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.
Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:
-Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.
Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.